viernes, 5 de abril de 2013

Solidaridad Cristiana

La palabra “solidaridad” evoca siempre el vínculo de asistencia recíproca en la necesidad, que une las personas entre ellas; también evoca los vínculos afectivos y morales que unen a la comunidad que pertenecemos. Para nosotros, ella significa, entonces, la ayuda en todos los campos: espiritual, pastoral, material, humano, cultural, especialmente en los momentos de necesidad y de dificultad.
Algunas culturas humanas tienen un sentido fuerte de la solidaridad (Cf. Juan Pablo II, Iglesia en África, 43). En ellas, un miembro rico de la familia está llamado a llevar el peso de todos los parientes, una mentalidad que puede tener la consecuencia negativa de llevar al parasitismo social, a vivir en dependencia de los otros, sin participar activamente en la construcción de la comunidad. Otro exceso sería la tendencia de ser solidario con los propios parientes, dándoles respaldo aún en sus opciones negativas o usando los favoritismos en las escogencias, con el peligro de enviar adelante agentes incompetentes e inadecuados.
Jesucristo, nuestro constante punto de referencia, no nos deja caer en los lazos de la parentela (Cf. Mc 3,33.35). Asumiendo la condición humana, él se hace solidario con toda la humanidad en su condición de miseria, menos en el pecado. En él, la solidaridad se convierte en una virtud cristiana ligada a la caridad y al amor, que es Dios (1 Jn 4,8). En Jesucristo, Dios se hace compasión, atención, misericordia, perdón, ayuda sin condiciones y sin reserva. La parábola del Buen Samaritano (Lc 10, 25 – 37) es el ejemplo claro de un Dios de amor gratuito y solidario hacia todos.
Quizás estamos habituados a entender la caridad en términos de dar cosas a los pobres. Pero San Pablo nos pone en crisis cuando dice: “Aunque distribuyese todos mis bienes y diese mi cuerpo para ser quemado, pero no tuviese la caridad, nada me vale” (1 Cor 13, 3).
Como discípulos de Cristo Cabeza y Pastor e imitadores de su caridad pastoral, somos invitados a sentirnos más solidarios los unos de los otros. Esto significa que debemos entrar en relación con todos para ofrecerles nuestro afecto, nuestro tiempo libre, nuestro consejo, nuestra competencia cultural, nuestros bienes materiales, el perdón y el amor de Cristo. En nuestra comunidad, además, debemos llevar una vida sobria, como hermanos entre hermanos, compartiendo bienes y servicios; siendo modelo de justicia y de paz. La solidaridad cristiana no se hace cómplice de la injusticia social y de los desequilibrios en la distribución de los bienes del mundo, originariamente destinados a todos (Cf. PO 3.9; SRS 40-42).
Cómo promover y vivir la solidaridad? No es un curso académico el que nos enseñará la solidaridad, sino una vida llena de experiencias de altruismo y de gran sensibilidad hacia los otros. Hemos de promover, entonces, las experiencias de comunión y los servicios de ayuda en este campo. He aquí algunas propuestas:
  • Antes que todo, poner al centro los bienes espirituales. En especial, al considerar la Eucaristía como parte central de nuestra vida: el pan eucarístico es dado para ser compartido. Las sencillas experiencias de acogida y las ofrendas ofrecidos con el pan y el vino, por ejemplo, hacen crecer la comunidad eclesial en esta mentalidad de la solidaridad.
  • Hace falta educarnos a compartir los bienes materiales, espirituales, culturales, que tenemos, con simplicidad y humildad, y habituarnos a la comprensión de los hermanos: evitar censuras, comportamientos críticos y destructores, aprovecharse según los propios intereses, etc. (Cf. SRS 39).
  • Para todos los ministros, en nivel diocesano, es necesario estudiar las modalidades para constituir estructuras y servicios de asistencia a favor de los hermanos enfermos o ancianos y comprometerse a coordinar bien todos los servicios de ayuda (sostenimiento, aseguración,…). Una mentalidad de comunión debe guiar todas las decisiones.
  • La solidaridad supone tantas otras virtudes humanas, que hay que lograr: la amabilidad (Cf. Jn 8, 10-11), la delicadeza, el sentido de la amistad (Cf. Jn 11, 35-36), la aceptación de los propios límites (Cf. Mc 14, 33-34), el sentido del deber (Cf. Lc 2, 49), el equilibrio y la sobriedad (Cf. Mt 22, 21), la hospitalidad (Cf. Lc 15, 20-24), la disponibilidad (Cf. Lc 7, 40-47). 
  • Se necesita, después, formar en la comunidad eclesial una mentalidad ministerial, que sea estímulo eficaz para crear más sensibilidad hacia las personas necesitadas: practicar las obras de misericordia, dar el propio aporte al bien común.
  • Es necesario, también, formar a los fieles para que sean solidarios con su pastor: para que lo acojan como pastor y como hombre, dialoguen con él, lo ayuden para que su vida, aunque sencilla, sea digna (casa, alimento, vestido, apoyo en la enfermedad y en la vejez).

  • Con solidaridad edificamos la paz y la comunidad diocesana. Vivir la solidaridad con cada familia, con los miembros de nuestra comunidad, con las otras comunidades, con los agentes pastorales, especialmente con el obispo y con los otros pastores.
  • Demos apoyo y ayuda a los hermanos en crisis y en varias situaciones de desánimo (Cf. estatutos UAC 30), promovamos la acogida, la hospitalidad y el compartir entre los hermanos de todo el mundo (Cf. estatutos UAC 72); visitemos los hermanos, sobre todo aquellos que tienen especial necesidad de ayuda, de amistad y de apoyo (Cf. estatutos UAC 18). Así, promoveremos la “globalización” de la solidaridad y de la caridad cristiana.

OREMOS

Agradezcamos a Cristo que nos enseña y nos ayuda a ser solidarios y que nos ha dado este momento de gracia. Oremos, también, por todos nuestros hermanos necesitados del mundo.
AGAPE FRATERNO sea para nosotros un signo visible de nuestra opción por una vida nueva, en donde la solidaridad ocupa un puesto privilegiado.
Acordemos lugar, fecha y coordinador de nuestro próximo encuentro.
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